¿No echáis de menos el mundo analógico? Escribí «Fuegos fatuos» a modo de retrato generacional de todos aquellos que fuimos adolescentes en los noventa. Alberti en Cal y canto tiene un verso demoledor que utilizo como lema en el poema: «Yo nací —respetadme— con el cine». Ahora bien, los clásicos están para dialogar con ellos y he tratado de remedarlo para hablar, entre otras cosas, de los ordenadores de ocho bits y de las raves de la época: «Respetadme, fui un adolescente en los noventa, / nuestra religión era la música, / acampábamos en el margen de un río / y bailábamos como fuegos fatuos hasta el alba.». Y sí, aunque pueda parecer una boutade, creo que no lo es tanto, pues el salto que ha supuesto el cambio de un mundo analógico a uno digital es mucho más salvaje que el que supuso la aparición del cine.
Pero si os traigo estos versos aquí es porque no hay nada que me haga más feliz que comprobar que mis textos cobran vida propia. Este poema fue también la base de un relato que publicó la revista Tales y que luego fue traducido al francés y publicado por la revista de Quebec Nuit blanche. Y hace poco, Carlos Robles Lucena en un espléndido artículo sobre Daniel Johnston en Letra Global citaba los versos de arriba para hablar de los noventa y del ecléctico mundo musical de entonces. Por cierto, el poema tiene un segundo lema, «Now you do what they told ya», fragmento de «Killing in the name» de los Rage Against the Machine, pero esa historia os la contaré otro día.
Os dejo «Fuegos fatuos» a continuación.
Yo nací —¡respetadme!— con el cine.
Rafael Alberti
.
Now you do what they told ya
RATM
.
Respetadme,
fui un adolescente en los noventa,
nuestra religión era la música,
acampábamos en el margen de un río
y bailábamos como fuegos fatuos hasta el alba.
Ellas
vestían jerséis anchos,
ocultaban los puños en el interior de sus mangas
y se zarandeaban como sauces al viento:
sólo si estuviste ahí sabrás que algunas eran tan hermosas
que tu corazón doblaba sin consuelo durante horas.
Aún
percibo el flamear de sus crines
y cómo aullábamos sedientos en la orilla,
pero ese mundo ya no existe,
confié mis recuerdos a robustas carcasas
y frágiles memorias de ocho bits
que han evaporado buena parte de ellos.
Nos
bañábamos entre carrizos y espigas,
los caños manaban torrenciales
y hundíamos los tobillos en el fango.
Sé que en el futuro nos tributarán honores de Estado
como al último soldado vivo de las Ardenas
o a los actores centenarios del cine mudo.
¿Recuerdas?
Nos desorientamos,
el ruido se tornó ensordecedor,
la droga cabía en la yema de tus dedos
y nos conectaron unos a otros
como en una baliza interminable.
Entonces comencé a escribir
y a cuestionar las normas,
las calles ardían por cualquier motivo
y ellas se alejaron irremediablemente hacia la nada.
Aman,
hoy, sus pequeñas vidas, sencillas, ordenadas,
los arroyos son grises y estancados,
¿quién querría volver a sumergirse en ellos?
Pero a veces la música nos salva,
tararean una melodía
y se balancean suavemente
como el brote de una espiga
prolongándose hacia la luz.
Algunos aceptamos la derrota,
sigo sin hacer lo que me dicen
ni escribir como debiera,
pero no voy a cambiar ahora.
(Fuegos fatuos)